martes, 8 de marzo de 2016

Retomo blog, solo por hoy diré en cada salida. Mientras haya lectores, sigo en pie de escritura. Me anima escribir sobre las palabras, sobre la importancia de emplearlas  primero antes que los gestos y las imágenes, de saber decirlas para comunicarnos con otro en lo cotidiano, para perdonar, para amar, para disculparnos, para enojarnos, para expresar qué nos pasa, para informar que nos sabemos qué nos pasa, para escribir, para comprender, para estar en el mundo de una forma más humana. Me preocupa que lo que escribo se diga tanto y se use tan poco, que hayamos naturalizado otros lenguajes en reemplazo de este como una manera moderna, informal, divertida de estar conectados, me preocupas los silencios cuando son vacíos de sentido y los ruidos permanentes, el lenguaje televisivo, los errores de los carteles, gráficos, de los periodistas de informativos, de las revistas de divulgación y los que encuentro en algunos libros de literatura.
Me ocupa ser una buena intermediaria de palabras en los chicos y los jóvenes, hoy desprovistos de ellas. Me desespera que los adultos le digan en voz alta a chicos y adolescentes una caterva de groserías que se han incorporado de manera habitual al trato en la vía pública, y en sitios más acotados, palabras como “boludo, pelo…do, tarado”… y otras que por razones de buena educación no me animo a reproducir: ¿me entienden, no?
Ahora bien, después les hablamos de ser buenos escuchas, de saber leer, de escribir bien, de leer cuentos, poesías, novelas, hacer teatro, dramatizar. Esa dualidad en la que nos situamos los adultos desprestigia.
La palabra es un instrumento de comunicación insoslayable, no es lo mismo no responder un correo electrónico que decirle al otro” no quiero hablar más con vos”. No es lo mismo leer el resultado negativo de un estudio que escuchar al profesional hablar de nuestra dolencia, algunos con una verdad que bordea la crueldad. Me refiero a las palabras, esas que deseamos escuchar cuando alguien ya no está, las que la memoria intenta rescatar con sus matices. Esas mismas con las que las mujeres nos dejamos amar y aquellas con las que acariciamos al hijo en el vientre.
Qué hacer me pregunté para abrir este año: Buscar las palabras, las mejores, las sanadoras, las reparadoras, y ponerlas en acción. Que hagan, que salgan a desafiar la indiferencia y  la agresión cotidiana. Que vivan y sean útiles y algunas necesarias.
Como trabajo con ellas a la vez que soy intermediaria, creo que el docente, el narrador, el bibliotecario, la familia toda tiene que reunirse otra vez con su “mejor repertorio” porque los chicos padecen “anorexia lingüística”, la sociedad soslaya el problema y este avanza velado por los mensajes de texto, los emojins, los correos pre-establecidos y los medios que son los bárbaros de este siglo.
Por encima de todo, está nuestra lengua, rica y hermosa, y nuestro capital simbólico del que les he hablado tantas veces. En una escuela empobrecida de palabras, no hay posibilidad de buenos encuentros.
Hablar y hablar bien, leer, narrar, escuchar, poder escribir una carta, un informe, una narración, un diálogo, sin apelar al mal uso ni a desmesuras nos dará un mejor perfil de cada uno de nosotros donde fuere que actuemos.
Para cerrar, este poema, ¡qué mejor! de la autora argentina María Cristina Ramos: Te olvido de la distancia:
Te aparto, te aparto,
no te quiero nada.
Como a la cebolla
de las ensaladas.

Te quise, te quise
pero te olvidé.
Me dolió el silencio,
no lo soporté.

Cada vez que sueño
este amor perdido
caigo en un desierto
de árboles perdidos.

Cada vez que escucho
tu nombre pasar
camino en orillas
heridas de mar.
( El mar de volverte a ver, Buenos Aires, Quipu)

Algunas nuevas lecturas:
Las marcas de la mentira, Andrea Ferrari, 2015. Buenos Aires, Santillana.
Es una novela policial muy bien escrita que promete una segunda parte y nos deja con ganas de hallarla pronto.
La protagonista es Sol Linares, periodista que se sumerge en una historia que domina los medios acompañada por A.L. Timón. Un caso que la enfrenta con la muerte de su madre en dudosas circunstancias ocurrido en el pasado. Les cuento poco porque es una historia llena de matices a partir del hallazgo de un cuerpo con un águila tatuada en su espalda. Indicios, pistas, sucesos y una trama que promete mucho y lo logra.

Olga y los pájaros, Claudio Ledesma. 2015. Chile, ediciones Sherezade.
Es un libro de cuento sorprendente. No tiene ilustración pero cuenta y acá está la sorpresa con un espacio en cada página para que el lector haga su propio dibujo. Está lejos de ser un libro para pintar o para completar con el dibujo, me recuerda una propuesta personal de edición en los años 80. El autor narra la historia de Olga y el narrador, una enfermedad, una muerte, temas que inquietan al pasar las hojas. Entrelazadas, algunas canciones populares. Es una edición limitada pero vale la pena hablar de ella. Tiene una exquisita presentación en blanco y negro, y mucho para decir. Buena y arriesgada propuesta.

Libros en vuelo, literatura, infancia y sociedad. Lidia Blanco compiladora, 2015. Córdoba . Comunicarte.
Blanco es una especialista en literatura infantil y juvenil, una estudiosa y una gran maestra como la definen sus propias alumnas de seminario. Esta obra es una compilación de cinco buenos trabajos en los que se abordan: La poesía infantil de la mano de Devetach,  Califa y María Cristina Ramos, las creaciones teatrales de Hugo Midón, una mirada analítica de la saga de Márgara Averbach, el reflejo de la dictadura chilena en la obra de Antonio Skármeta, la historia de los Cuentos del Chiribitil del CEAL, la cuestión de género en la escritura de Germán Berdiales y un recorrido a través de creaciones literarias que incluyen situaciones y personajes de la marginalidad social : narrativas al borde del camino, texto éste que pertenece a Lidia Blanco con el que se cierra este libro que aporta material de trabajo e investigación. Buena apuesta de las autoras y Comunicarte a favor del ensayo literario.

Un libro para leer más:
Una suerte pequeña, Claudia Piñeiro. 2015. Alfaguara. Buenos Aires.
Después de veinte años una mujer vuelve a la Argentina, de donde partió escapando de una desgracia. Pero la que regresa es otra persona: no se ve igual, su voz es diferente. Ni siquiera lleva el mismo nombre. Mary Lohan, Marilé Lauría o María Elena Pujol --la que es, la que fue, la que había sido alguna vez-- vuelve al suburbio de Buenos Aires donde formó una familia y vivió hasta que decidió huir. Aún no termina de entender por qué aceptó regresar al pasado que se había propuesto olvidar para siempre. Pero a medida que avanza la novela, entre encuentros esperados y revelaciones inesperadas, se manifiesta que  la vida no es ni destino ni casualidad: tal vez su regreso no sea otra cosa que una suerte pequeña. Un recorrido por un tremendo drama personal hace que María Elena reconstruya su identidad y su subjetividad de mujer. Un suspenso muy intenso. ( valga la repetición).